Descansa en Paz, egregio catedrático:
Ayer me enteré de tu fallecimiento, Alejandro. No me recordarás aunque haya estado publicando mi columna junto a la tuya todos los lunes y martes, durante casi dos años, en El Imparcial.es.
Año 1983. Nos vimos en una sola ocasión durante unas circunstancias que debieron parecerte un tanto extrañas como lo eran para mí desde otro punto de vista. En la Facultad de Periodismo, San Pablo CEU, me senté frente a ti para tratar un tema bastante original que había revolucionado el centro. Ese tema era yo mismo después de haber roto la rutina de la Escuela con la unánime conclusión de que mi ingenio era superior al potencial docente que pretendía instruirme para ser un profesional útil en la sociedad. Lo cierto es que desde niño ya había llamado la atención esa genialidad que adjudicaron para luego arrastrarla como un lastre, siendo este mundo bastante concurrido por los mediocres de espíritu, los envidiosos y los mezquinos practicantes de juego sucio, tipo Joaquín Vila. No pasó inadvertido mi particular modo de discurrir, la originalidad de mi expresión escrita o el verbo ordenado de mi comunicación oral.
Convertí la facultad en un circo continuado de formidable espectáculo en el que solo faltaba cobrar entrada. A mitad de año llamaron a mi orgulloso padre para decirle que era yo un genio pero que como todos los genios, soberbio y rebelde. Ya ves a los diecinueve años lo que es la aventura de la rebeldía con la docilidad bajo mínimos, sin nadie que supiera templar mis ansias de expansión intelectual según los rígidos cánones de la doma social.
Como si no supiera de mezquindades desde entonces: ¿ahora Vila ha intentado anularme la autoestima siendo tan estúpido como para argüir la "escasísima" calidad de mis columnas? Hay que ser tonto del haba y ciertamente malvado.
Me llevaron ante ti en tu papel de árbitro instructor, de sabio adscrito al sistema, de miembro pontificado en la religión del saber universitario para que me aconsejaras sobre la continuidad de mi carrera de Periodismo habida cuenta de que estaba yo hastiado de las admiraciones por cuanto hacía, de las expresiones epatantes sobre mis conocimientos y la manera de organizarlos; de mi facilidad para la escritura, tanto para la paráfrasis como para la síntesis; de mi oratoria proclive a dejar sin palabras ni argumentaciones a los que se les suponía maestros de mis saberes.
Cometí la imprudencia de madurar con una infancia inmersa en libros de adultos, de economía, de política, de filosofía clásica, contemporánea o de vanguardia. Lector de miles de libros en vez de jugar a educarme junto a mis coetáneos acompañantes de existencia, infringí el orden natural de la vida convirtiéndome en un niño que se prodigaba en demostraciones de sapiencias impensables para un zagal. Ese niño prodigio que tantos problemas engendró en mi ser por la intolerancia de un entorno que solo admitía el proceso natural del aprendizaje y penalizaba con humillación al adelantado. Un pecado que fue germinando con más fuerza en ese hostigado ser cuanto más crecía por el saber de lo mundanal fascinando a mis maestros de bachiller, hasta llegar con el potencial exultante de mis anhelos por multiplicarme con la docta sabiduría de los haberes universitarios.
Pero cual fue mi frustración cuando inicié mis estudios para seguir epatando a cuantos se suponía que eran ellos los que debían sorprenderme a mí. Encontré limitaciones a mis ansias de expandir el conocimiento según los cánones impuestos de la competitividad social. Solo hallé la misma dimensión reducida que delimitaba mis deseos por ser uno más dispuesto a aprender lo que finalmente se convirtió en un espejismo de conocimiento. Era yo el objeto de sus estultas admiraciones, el que callaba sus argumentos para que prevalecieran los míos con pasmosa facilidad que empequeñecía a los que llegué a considerar contendientes de un desarrollo de conocimiento que resultó evolucionado en demasía hasta para mis propios profesores universitarios. Como aquella profesora de Redacción Periodística, Sara, que no daba crédito a mis raudas inspiraciones convirtiendo cada clase en un circo donde exhibirme como un fenómeno inigualable que, lejos de halagarme, fue creando en mí un resquemor de frustrante impotencia hasta allegarme a las lindes de una rebeldía que aspiró a prescindir del sistema que tan poca fe había inspirado a mi desarrollo intelectual, juzgado en la cúspide de las expectativas no ya estudiantiles sino profesionales. Debía disimular para pasar por el aro del conformismo y transigir para obtener resultados según las exigencias del método.
Y de tanta revolución, admiración, diaria, tortura de ese freno que me impedía un crecimiento acorde al lapso real de las sapiencias adquiridas antes del tiempo pertinente, mi pecado, surgió la rebeldía. Un largo proceso de insumisión hasta que me llevaron a ti, sumo sacerdote de la tutoría y de la experiencia de la vida real.
En aquella conversación me hablaste de la practicidad de la existencia frente a la potencialidad del intelecto o de las deliberaciones de la voluntad personal fuera cual fuera la circunstancia que las inspirasen; que mi actitud de rebeldía complicaría innecesariamente mi vida; que tenía facilidad sobresaliente para estudiar mi carrera de Periodismo y que era la única manera de poder escribir junto a los grandes y ser grande junto a ellos. Teorizamos sobre pensamiento político avanzado y comprobaste asombrado que no te iba a la zaga. Entonces yo era un pequeño monstruo hecho a mí mismo, autodidacto e inconformista. Debía bajar aparentemente mi nivel de exigencia, pasar por ese aro que me resultaba tan humillante e incómodo, y salir transmutado en lo que socialmente se esperaría de mí para sacar provecho de mis aptitudes, de lo contrario con la genialidad, por mucho que la demostrase, no iba a alimentarme.
Finalmente, nos despedimos sin que me convencieras porque yo mismo te dejé falto de argumentos para que, poniéndome en tu lugar académico, tú pudieras colocarte en el mío. Una paradoja que dio razón a tus vaticinios aunque equivocándote en algo: llegué a escribir con los grandes, en la medida argumental de la exigencia intelectual; de los gilipollas ya sabía yo desde los inicios que el recelo del mediocre iba a ser adversario permanente contra mis honestos empeños. De esos indeseables el camino ha estado cuajado por lo que la aparición en estos últimos tiempos de algunos seres despreciables tampoco es que me haya sorprendido demasiado, aunque sí la manera rastrera de manifestarse.
Luego mi vida se puso cuesta arriba por la decisión; aprendí del mejor maestro que es la humildad pero no por ello me he arrepentido un ápice. Es más largo y sinuoso el trecho de la lucha por la vida y además con honradez. Cuando salí del circuito de la competitividad por el método del aro, tomé la decisión de distraer mis inquietudes con otras actividades como montar una tienda de motos con mi hermano o irme a vivir fuera de Madrid respirando aire del mar a diario. Durante años dejé de instruirme y así pude conseguir un nivel de comunicación acorde al que la sociedad demandaba con sus muchas carencias generalizadas de intelectualidad.
Estudié Marketing y Publicidad; algo más elemental y pragmático lejos del insondable e inabarcable océano de la potencialidad del conocimiento.
Luego llegó una meteórica carrera artística, con más treinta exposiciones individuales y cientos de cuadros pintados en dos años, que una inicua galerista se encargó de truncar cuando, llegado el momento de mi oportunidad con la compra de toda mi obra por parte de una importante mecenas del Arte mundial que iba a ponerla en circulación, la traidora vendió a otro pintor usándome de cebo. Desaprensivos los hay en todos lados y me han quitado las ganas de seguir creando en lo pictórico. No así en el caso de Vila con la escritura.
Llevo escritos once libros entre ensayos, novelas, poesía y compendio de artículos. Porque te equivocaste en que no publicaría junto a los grandes y paradójicamente no solo escribí con ellos sino que lo hice junto a ti el mismo día y en la misma portada durante dos años. Muy paradójico ¿verdad?
Si ya desde niño llamaba la atención esa manera singular de escribir y hablar, Joaquín Vila se descubrió como un facineroso capaz de falsedades que no iban a avergonzar públicamente un carácter abusador que debe de ser tónica general de su encumbramiento profesional.Ya ves, alguien que no ha sido capaz de escribir ni un solo libro, porque le habrá bastado estar bien arrimado y apartar a la competencia en un momento dado, crucial.
Mi calidad no pasaba desapercibida, tanto que uno de los mejores empresarios-que ganó con ingenio más dinero él solo que todos los catedráticos de este país juntos-, contra el que conspiraron tramposamente numerosos ladrones honorables de este país de mentira, me pidió encarecidamente luchar a su lado en una batalla social sin precedentes contra la injusticia-una batalla que aún no ha culminado en la espera de ver los resultados de un trabajo ingente y heróico del que soy peso específico al menos en la valentía y la resolución frente a toda adversidad-. Advirtió en mí las aptitudes que no había visto jamás en nadie, según decía sin dejar de despertar ese recelo y esa nefanda envidia de sus más allegados mediocres.
Quizá lo sucedido en El Imparcial.es tenga que ver con esos enemigos que me he creado por seguir los designios de mi conciencia batallando por erradicar un drama social y defender frente a la flagrante injusticia a un hombre desconocido y tergiversado en su obra e intención humanista. Muchos parásitos fueron invitados al festín del expolio delictivo de su patrimonio para que no hubiera justicia elemental que descubriera una de las tramas más vergonzantes de nuestra histriónica democracia, cuyos altivos miembros son solo farsantes disfrazados de respetabilidad. Yo estoy en los antípodas de esas falaces y dañinas apariencias por cuestión de integridad personal allá donde muchos otros la han perdido.
La intuición no me fallaba porque al lado de este gran empresario y financiero tan injustamente vilipendiado tuve ocasión de tratar-de tú a tú con los galones de general que me otorgó en su representación-con lo más influyente y granado de esta sociedad, para descubrir la inconsistencia de lo aparente y el engaño de las supuestas virtudes públicas que presumen ante la ignorancia social que desconoce cómo se mueven los hilos que representa esta marioneta manipulada en que se ha convertido España. Supongo que el resto del mundo funciona igual de falso en los más altos niveles. Desgraciadamente.
En este país no se perdona enfrentarse a la hipocresía que lo ha hecho fatalmente posible con un espejismo a conveniencia de supuesta civilización y fallida moralidad.
Ahora que has traspasado el umbral de este incierta y equívoca vida, seguro que sabes mucho más que las elementales sabidurías mundanas tan innecesarias para el verdadero propósito de esta existencia: entre tanto espejismo sembrar con buenas obras y méritos el proceso de evolución espiritual que da sentido a tanta sinrazón. Así espero que además de tus premios terrenales te hayas llevado otros que aquí carecen de importancia siendo esenciales allá donde todos vamos.
Me gustaría que Luis María Anson supiera también que son las acciones del alma las que se llevará abandonando todo lo efímero en el olvido de las aclamaciones terrenales. Por su bien, así lo espero pese a la confusa apariencia. De Vila no hay esperanza en que me equivoque. Esa cara le delata, como la mirada y las actitudes de sus insidiosas acciones.
Descansa en Paz, Alejandro, pues ochenta y dos años es largo proceso que espero hayas aprovechado como mejor podías haberlo hecho. Fue un placer ver mis columnas junto a las tuyas. Cumplimos los dos a nuestra manera y a mí, si Dios quiere, aún me queda por decir.