Amaia y Alfred, en Lisboa. /Foto: lavanguardia.com.
Ignacio Fernández Candela.
Los representantes de Eurovisión 2018 ostentan, antes de concursar en el Festival, el récord singular y poco digno de que una gran parte de España desee el fracaso después de renunciar a darles apoyo o solidarizarse para motivar una victoria. Lo contrario había sido durante décadas en aquel otrora país más amable y con identidad definida, llevado del consenso y de la conjunción de objetivos incluso en el ocio, cuando Eurovisión arremolinaba a las familias frente al televisor para alentar a los artistas.
Me satisfaría encontrar una atenuante, un atisbo de justificación e incluso un artificio de pretexto, aunque fuese forzado hasta lo benevolente, para excusarlos y aclarar el borrón que ha caracterizado el preámbulo del Festival. No hay modo.
Hoy en día Amaia y Alfred son reflejo de una sociedad desnortada, egoísta, estulta, con instinto suicida y el mal gusto como bandera, la que no merecen ellos enarbolar no en la victoria, imposible, sino también en la derrota segura y tristemente deseada que tantos españoles esperan como escarmiento y vergüenza después de pavonearse el dúo con desagradecimiento, displicencia y falta de respeto al conjunto español por el que tuvieron la oportunidad de optar al éxito.
Un éxito atropellado y malogrado por la injerencia de la necedad personal que ha eclipsado los méritos artísticos cuando tampoco convencen los del escenario, salvo a los fanáticos del marketing orquestado para encumbrar la mediocridad.
Los perdedores de la empatía con su país subirán al escenario de la indignidad, cuando han mostrado lo peor de sí mismos en una carrera incipiente y echada a perder antes de comenzarla.
España no está con ellos. Los ciudadanos de bien no merecen estas ofensas gratuitas y existe un hartazgo en las paciencias. Son fracasados del escenario: al margen de que actúen mejor o peor ya han cosechado una rotunda y desafinada derrota.
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